Todos los días salía con mis amigos al parque que estaba al lado de una gran casa gris rodeada de árboles excepto por una ventana, más o menos a la altura del suelo. Mis amigos y yo jugábamos sin parar, columpios, toboganes, balancines, todo tipo de juegos. A veces percatábamos la mirada de una anciana de pelo muy largo y gris, siempre trenzado. Siempre se sentaba en la mecedora y nos miraba. Nosotros no íbamos cerca de su casa ya que nos daba mucho miedo sus ojos lechosos y parecía que no se movía.
Un día la anciana se levantó y abrió la ventana de par en par, y se fue. Todos los niños nos asustamos bastante ya que nunca la habíamos visto moverse. Al rato nos llegó un olor muy dulce, seguramente de una tarta o varías ya que el olor era bastante fuerte. Los más golosos no aguantaron más y tocaron a la puerta de aquella casa, todos fueron menos yo que tenía un presentimiento muy raro. La mujer escogió a unos diez niños y les dejó entrar en su casa. Los demás se quejaron hasta que cerró la puerta, todos parecían volver de un sueño y no se acordaban de sus amigos. Ni siquiera las madres que venían a por sus hijos se acordaban, muchas afirmaron no tener hijo o hija.
Por mi parte, acabé asustada y decidí ver que ocurría dentro de la casa, pero todas las ventanas estaban cerradas y no se podía ver nada. Sólo llegaba un olor a carne que a cualquiera le hubiera gustado probar. Fue entonces cuando descubrí el secreto de la anciana.
Un día la anciana se levantó y abrió la ventana de par en par, y se fue. Todos los niños nos asustamos bastante ya que nunca la habíamos visto moverse. Al rato nos llegó un olor muy dulce, seguramente de una tarta o varías ya que el olor era bastante fuerte. Los más golosos no aguantaron más y tocaron a la puerta de aquella casa, todos fueron menos yo que tenía un presentimiento muy raro. La mujer escogió a unos diez niños y les dejó entrar en su casa. Los demás se quejaron hasta que cerró la puerta, todos parecían volver de un sueño y no se acordaban de sus amigos. Ni siquiera las madres que venían a por sus hijos se acordaban, muchas afirmaron no tener hijo o hija.
Por mi parte, acabé asustada y decidí ver que ocurría dentro de la casa, pero todas las ventanas estaban cerradas y no se podía ver nada. Sólo llegaba un olor a carne que a cualquiera le hubiera gustado probar. Fue entonces cuando descubrí el secreto de la anciana.